martes, 9 de septiembre de 2014

Cuando la abuela se va… aunque se queda



Me sonroja y me llena de cierta pena escribir estas líneas sobre una gran mujer… porque temo quedarme muy corto al hablar de ella. Me sonroja porque recibí de ella una parte de su capacidad genial e ilimitada de escribir. Una pluma privilegiada que, sin universidades ni manuales de estilo, fue capaz de plasmar en palabras los pensamientos más bellos que una madre pueda escribir.

Sí, hablo de mi abuela. Abuelita Yiya, como le decía desde que era niño y venía a visitarla desde Turrialba a Alajuela. La recuerdo desde mi más temprana infancia como una señora canosa, llena de amor, preocupada siempre porque comiéramos, que estuviéramos cómodos y por tenernos puntualmente su “cariñito” para el día del cumple, de Navidad o, simplemente, porque materialmente nos quería demostrar cuánto nos amaba, aunque sus regalos sobraban, pues el amor ofrecido era más que suficiente.

De mi abuela salió este humilde periodista. Y con mucho orgullo les cuento: ella hubiera querido ser colega mía… o bueno, yo que ella hubiese sido colega de ella. En su genética se plasma mi humilde capacidad de poder escribir algo que sea más o menos bonito y que a la gente le guste o al menos no le aburra… pero déjenme que les cuente más de mi abuela, si están dispuestos a leer la historia de una mujer, que más allá de eso, fue madre y santa (aunque todas las madres que aman tienen ese título por definición).

Doña Adilia tuvo la entereza de fajarse con la crianza de 11 hijos (todos excelentes), pese a sufrir las carencias más serias propias de una época anterior al Estado Benefactor en Costa Rica. Ella, junto a mi abuelo Santos (cuyo nombre también le hace honor) tuvieron que lidiar con la pobreza, la falta de una educación que les permitiera ser profesionales y la ausencia de oportunidades para salir adelante. Eran otros tiempos. La Costa Rica pobre que pronto se desarrollaría.

Mi abuela, con paciencia y esmero, supo llevar una vida matrimonial que es mi mejor ejemplo de desacreditar el mito de que “el matrimonio es un fracaso como institución”. Como 57 años estuvo a la par de su amor y, estoy seguro, en el momento de entregarle el alma al Creador estaba feliz de saber que iba a reunirse con mi abuelo, quien a su vez, siempre se desmayó por la mujer de los colochitos que le robó el corazón.

Ella era una santa completa que hizo de la asistencia diaria a misa (a su muy amada Agonía, templo cuyo amor nos heredó a toda la familia), de la oración continua, de la generosidad desbordada y de la rectitud y honestidad, sus mejores enseñanzas. Abuela tal vez nunca fue a una universidad… pero ¡carajo! ¡La vida le dio un honoris causa! Nos enseñó a todos de humildad, de servicio, de honradez, de amor… jamás olvidaré una vez que, pequeño, me dijo “Pablito, y usted cuando viene una persona mayor por la calle, le da campo, ¿verdad?” y yo: “sí abuela” y ella: “sí, a quienes más lo necesitan más hay que ayudarlos”. Aquello me sirvió para aplicarlo no solo con adultos mayores, sino con quienes realmente necesitan de una colaboración.

No es que se robe todos los créditos. Las cualidades que quien les escribe puede tener provienen de dos familias de las que me siento muy orgulloso de llevar su sangre. Pero mi abuela, por sus 99 años de vida (sumando la gestación) y por haberme acompañado durante 31 años de la mía (ahora que lo veo, casi un tercio de la suya), jugó un papel decisivo, no solo en mi fe, sino también en mi propia cadena de valores que definieron mi forma de ser.

Con la boca llena lo digo: “a mí ella me amaba”. “Casi casi” podría decir que era de sus favoritos. Aunque sería un falso engaño asegurarlo, porque ella amó tanto a cada uno de sus nietos, que estoy seguro que todos podríamos certificar lo mismo. A mí me enorgullecía tanto cada vez (muchas veces) que me decía “si yo hubiera sido profesional, me hubiera encantado ser periodista”, producto de su redacción, tan intachable como su ortografía y su caligrafía, esta última digna de ser llevada a la computadora para escribir textos elegantes.

Le encantaba cuando llegábamos y nos contaba, una y otra vez, sus recuerdos de la hermosa Alajuela de principios de siglo XX. Además de periodista, hubiese sido excelente maestra… una enciclopedia de historia de Alajuela en carne y hueso, de costumbres y tradiciones que, aún pese a su avanzada edad, relataba con lujo de detalles.

Como les decía, nunca escatimaba en darnos amor. Y no solo a su familia, sino a sus amigos y a quien se le pasara por el frente. Siempre una palabra atenta, siempre un detalle. Nunca una crítica, nunca una palabra de desaprobación a espaldas de nadie, aún ante personas que habían herido a quienes más amaba. Y eso se vio manifestado en su misa del funeral de este lunes… un agradecimiento rotundo de una parroquia, una comunidad, que a viva voz le dijo hasta luego.

Extrañaré tremendamente sus ollas de carne y aguadulces, que siempre había y abundaban en su cocina. Me hará falta viéndola agarrar un ayote y partirlo con un afilado cuchillo en pedacitos con la palma de su mano como picador. Nostalgia me dará no escuchar más su voz ronquilla diciéndome “amoooooor”, sus ojos pelados cuando uno la sorprendía con algo. Ni qué decir de lo feliz que la hacía el intercambio de regalos para Navidad, el “pegarse” la lotería o una rifa familiar, aunque supiera que todo había quedado arreglado para que la ganara ella. Pero de todo, de absolutamente todo, lo que me hará más falta será sentir su persignación en mi frente, que semanalmente le pedía porque para mí era como un escudo protector.

Mas no sus oraciones. Esas no me harán falta. Y no será así porque ahora, más bien, su capacidad de interceder ante Dios por nosotros es más fuerte que nunca. Porque tuve la oportunidad de asegurarme que así sería, cuando en vida, el viernes antes de su último internamiento, sentado al frente de su cama le dije: “abuela, usted y yo vamos a hacer un trato: usted pide por mí y yo pido por usted… ¿de acuerdo?”. Y ella, con esa fogosidad que la caracterizaba, me respondió “trato hecho nunca desecho”. Y yo le respondí: “bueno, vea que usted me lo está prometiendo”.

Y el propio viernes 6 de setiembre, a unas 11 horas de su fallecimiento, cuando todavía podía medio hablar, se lo volví a recordar: “Reina (como le decía yo), le recuerdo que usted y yo tenemos un trato (mientras me tragaba el nudo que tenía en la garganta)”. Y ella, haciendo un esfuerzo para respirar, me dijo “sí, yo pido por usted y usted pide por mí”. Y yo le dije… “así es”. Y como ella nunca me faltó una promesa, estoy seguro y lo declaro en fe, abuelita Yiya estará desde el cielo, donde recibió ya la corona victoriosa de los santos que perseveraron en Cristo, rogando a Dios insistentemente para que su falta no nos consuma, para que la paz del Señor nos inunde y para que Su Espíritu nos dé la fuerza.

La resurrección de abuela fue lo mejor que le pudo pasar a ella. Es una verdadera alegría, inmensa, bañada por un saborcito amargo de saber que sí, nos hará falta y la extrañaremos. Pero que no quepa duda que su ejemplo será para nosotros, quienes la conocimos, un camino y derrotero al mismo tiempo. Nos queda a su estirpe, a su clan, la gran misión de seguir sus pasos, cosa sin duda nada fácil. Una cristiana como ya hay pocas, diría el padre Jeffrey en su homilía del funeral. Una labor que preocupa porque hay pocos preparados para cumplirla, señalaría el provincial redentorista (congregación que abuela tanto amó), Manuel Cruz. Una misión tan arriesgada como urgente, agregaría yo.

El amor de doña Adilia se manifestó a cabalidad este viernes, cuando le dimos a sus restos un último adiós, aunque sabemos que el Dios que nos ama no dejará de unirnos en el amor con ella. Fue impresionante ver la iglesia La Agonía repleta de parientes y amigos de su gran familia y de ella misma, que llegaron a acompañarnos. Fue hermoso saber que, según lo que nos dijeron en la funeraria del Magisterio, nunca habían visto una vela así. Y no lo digo porque sea un vano orgullo… lo digo porque tanta bondad se le devolvió al final y quedó plasmada en los abrazos de confort recibidos, en los hombros bañados en lágrimas.

Un gracias no es suficiente, pero es todo lo que puedo decirles a quienes nos ayudaron y ayudan a pasar este trance. Gracias porque nos hacen el trago de la separación más dulce. Gracias simplemente por estar ahí. Porque el amor se demuestra a través del dar, sin esperar a cambio. Por eso y muchas cosas más, gracias a todos.

Y a vos, abuelita, vos que estás ya resucitada en Cristo, te mando un mensaje en mi oración con Él. Quiero que sepás que tu espacio será imposible de llenar, pero que tenemos que arreglarnos ahora la vida sin vos físicamente con nosotros. De todos modos, vos así lo hubieras querido. Varias veces nos dijiste que no detuviéramos nuestros planes si vos morías. Pues así será. Pero eso no significa que te olvidaremos. Eso jamás. San Pablo decía que el amor nunca pasará. Esa, la fuerza más potente del universo, que trasciende el entorno del espacio – tiempo en el que se desenvuelve la vida terrena, quedará ahí para siempre.

Tus valores, tus enseñanzas, tus consejos, quedaron ya grabados en nuestros corazones y, como lo dije antes, serán parte de nuestra conciencia hasta que logremos verte de nuevo. Yo de mi parte no le pido a Dios que te descanse en paz, pues necesito que asumás tu nuevo rol de intercesora cuanto antes (trabajo laborioso, más tomando en cuenta mis debilidades y defectos). Sabés perfectamente que necesitamos de tu oración y de tu amor.

Copiando dos ideas a mis hermanos: un 8 de setiembre de 1989 enterramos a mi abuelita paterna, María. Un 8 de setiembre del 2014, hicimos lo mismo con nuestra abuelita materna. Un 8 de setiembre la Iglesia celebra la natividad de la Virgen María. Un día que pasará en nuestro recuerdo como una fiesta de las madres celestiales, las cuales espero que me asistan en la hora de mi muerte, para hacer ese tránsito tan temido por mí, una experiencia gloriosa.

Abuelita, estas líneas las escribo con el corazón abatido por tu ausencia física, con lágrimas de principio a fin por dejar palabras envueltas de amor y nostalgia, pero con una alegría inmensa de saber que cumplirás con lo que me prometiste hace semana y media. Porque con mucho orgullo, ahora más que nunca, podré presumir de ser el nieto de una mujer santa.

Saludame a Santicos, decile que lo amo y que tampoco nos olvidamos de él (lo tengo muy presente en la alegría que caracteriza a los Vargas). A abuela María, contale que también la extrañamos mucho, pero que las tías se han encargado de recordarnos su mensaje y valores que ella también pregonó a lo largo de toda la vida. Lo mismo para abuelo Rafael Ángel, a quien no tuvimos el placer de conocer, pero con quien será un gusto llegar a platicar cuando llegue mi momento. A tía Ofelia, que por más cangrejos de queso que haya probado, los de ella siguen siendo los mejores! 

De paso, y ya que tenés una enternidad para hacerlo, saludame a mi compa Andrés y decile que se te una en las oraciones por este pecador. Lo mismo para Marcela, la muchacha catequista que estuvo en Pastoral Juvenil hasta que un infame acabó con su vida. A los vecinos del barrio La Haciendita de Turrialba que se nos adelantaron, deciles que los recordamos con mucho cariño. A don Juan Antonio Rojas, tío político, contale que le agradezco cada vez que abro los closet de mi casa y que con cariño lo evoco en las conversaciones con tía Lupe. Un besote muy grande para Alina, mi primita que llegó allá antes de que yo pudiera ver la luz del sol. A Antonio, el esposo de la madrina, que también espero conocerlo algún día, de quien solo cosas lindas habla ella… A Monseñor Romero, asegurale que aquí estamos orando y haciendo lo posible porque la Iglesia le dé el lugar que le corresponde: en los altares, con una palma en la mano. En fin, a toda esa gente que nos acompañó y nos amó y ahora está a nuestro lado, solo que en otra dimensión, orando por nosotros.

¡Te amo y así seguirá siendo, hasta que nos volvamos a ver!

Tu nieto, Pablo, a quien tanto amás.