jueves, 22 de agosto de 2013

Esta es mi fe; 15 años de Dios en mi vida

Voy a contarles una historia, LA historia, MI historia. Quizá no lo hice antes porque no quería estropearla, porque no tenía aún la madurez para pasarla en palabras. Es la razón que justifica el motivo que me hace creer, esperar y amar. La explicación de estar tan agradecido con Dios, que como dice el salmo: “Me sacó de la fosa fatal”. Esta, señoras y señores, es la narración de un camino lleno de piedras, de un valle que casi llega a ser de muerte, de un abrazo, lágrimas y una conversación que lo cambiaron todo... Esta es la historia de mi Encuentro Personal con Cristo (EPC).

Antes de entrar en materia quiero hacer una aclaración. Lo que usted leerá (si se atreve) a continuación no es ni dogma de la Iglesia, ni ha sido comprobado por científicos, ni tampoco ha sido estudiado por psicólogos, psiquiatras o físicos cuánticos. Se trata siemplemente de mi relato, de algo que viví y que, 15 años después (la mitad de mi edad actual) quiero compartírselos. Aquí no se trata de buscar una explicación (ya desistí de encontrarla), se trata, simplemente, de dar a conocer la razón por la que me siento tan agradecido con Dios, con quien tengo razones de sobra para amarlo y sentirme amado, aunque aveces la vida no “me la ponga” tan fácil.

Comenzando por el principio, acepto que provengo de dos familias muy católicas, y más allá de ir a misa los domingos, muy practicantes de la esencia del cristianismo: mis tías Mora de Turrialba, tan dedicadas a Dios como les es posible, me regalaron varios de los conocimientos que tengo desde niño sobre la fe. Los Vargas, por su parte, con la alegría que les caracteriza, me mostraron un Dios que no tiene por qué ser aburrido. Sin embargo, y como ya verán, faltaba algo: la experiencia del amor más grande que uno pueda imaginarse.

“Curiosamente” desde pequeño fui víctima en varios momentos de mi vida que estuvieron llenos de burlas y discriminaciones... eso que ahora llaman muy gringamente “bullying”. Para ser exactos, mi infancia fue particularmente triste en primer, cuarto, quinto y sexto grado. Mis compañeros, posiblemente sin proponérselo conscientemente, hacían mofa de mi gordura (era una bolita con patas en aquel tiempo) y de mi tal vez excesiva blancura de piel (eso nunca se me quitó ni se me va a quitar...). Por lo tanto apodos iban y venían, incluso canciones de mofa y otras cosas que un niño en pleno desarrollo no agradece para su autoestima. Esto, tengo que aclarar, lo digo porque definitivamente me marcó negativamente en mi amor propio y abrió una herida que se hizo más y más grande con el pasar del tiempo.

Importante destacar aquí que cuando estaba pequeño ODIABA ir a misa en Turrialba, donde viví hasta mis 13 años. Realmente me daba una pereza inigualable, motivada además por lo aburridos que eran los padres y sus homilías. Tanto así, que llegué a detestar los domingos solo por el hecho de tener que estar en misa de 6, con el “combo” de “ir a hacer” que rezaba el rosario donde mi familia paterna. Para mí era lo más cercano a la obligación de vivir la fe de una forma monótona que en lugar de acercarme, más bien me alejaba. Tal vez lo único que me gustaba era la Semana Santa, por su teatro más que por lo que celebraba.

Cuando mi familia decidió mudarse de Turrialba para Alajuela (donde dejé mi ombligo), un 29 de diciembre del 96, yo acababa de tener por fin un grupo agradable (el de sétimo del cole) y aunque me dolió dejar a mis amigos, supuse que el cambio de ciudad también serviría para dejar atrás todos aquellos malos recuerdos. Error. Solo empeorarían...

Llegando a Alajuela e ingresando a octavo, entré con un grupo de compañeros, que, digamos, no hacían mucha gala de ser muy maduros (bueno, qué se le puede pedir a un grupo de mocosos de 14 años...). El ser nuevo no jugó a mi favor y más bien empecé a sentirme “apartado” por mucha gente de mi sección. Tenía un par de compas y listo. Las burlas volvieron, tal vez por envidias académicas, como ocurrió en la escuela y eso dolía y más aún en plena adolescencia.

Llegó el año 98 y quiso “el destino” que me cambiaran de sección. Al principio pensé en quedarme en el antiguo grupo, pero “algo” me motivó a ver qué pasaba con compañeros nuevos. La nueva sección se veía mucho más unida que la que acababa de dejar y prometía ser lo que andaba buscando.

Al mismo tiempo y como dicta la costumbre católica, empecé mis catequesis de Confirmación en La Agonía de Alajuela, esa iglesia que hasta ese momento admiraba por dos cosas básicas: su belleza de arquitectura y que los curas lograban que no me durmiera en misa. Una vez adentro, una de mis compañeritas de Confirmación me cautivó... me enamoró y me hizo suspirar. Nunca supe si era correspondido o no, lo cierto del caso es que ella, sin saberlo, jugaría un papel también muy importante. Ah, y también estaba mi catequista, una tal Martha Rojas, una señora muy buena pero que era capaz de aburrirme rápidamente en las clases... luego verán la sorpresa que ella me dió.

Volvemos al colegio. Mis compañeros, que prometían ser amistosos, desde el principio no lo fueron. Recuerdo que una vez me dijeron, sin que yo entendiera los motivos, que era muy “rajón” (y nunca me dieron ejemplos para justificarlo). Entonces, me uní al grupo de los “pintillas” quienes me recibieron con los brazos abiertos... aunque fuera para ser su bufón.

Rápidamente, mi nuevo grupo de “compas” me demostraron que me querían más para que les hiciera favores como dejarlos copiar mis exámenes o tareas, que por un interés de amistad sincero. Igual no tenía mucha opción: era o estar con ellos o estar solo. Y como estar solo cuando tenés 15 años y vas al “cole” es casi una maldición social, tomé encima los riesgos y maltratos y decidí irme por la primera opción. Yo les servía de motivo de risa, de burla. Quizá porque siempre fui muy inocente, porque en serio siempre pretendí, simplemente, llevarme bien con la gente y porque, en el fondo, me creía todas sus burlas y ofensas. Las heridas las arrastraba desde pequeño y ahí simplemente se agrandaron.

Así viví los primeros seis meses de aquel año. Mi única ilusión real era la chiquilla de los sábados en la tarde. Ella era quien me ponía contento, ilusionado... el resto iba cada vez peor. Lo “mejor” era que me daba razones como para creer, tal vez más en mi mente que en los hechos, que sí había algún tipo de correspondencia o al menos de interés. Nunca lo supe y moriré sin saberlo.

Por ahí como de julio, se hizo en mi colegio algo que ya era como tradición: la venta de globos de colores con una tarjetita de dedicatoria. Me explico: el rojo era de amor, el rosado para alguien que a uno le gustaba, el blanco de amistad... y el negro de odio. Siempre me preguntaba quién sería capaz de regalar una bomba negra a otra persona. Me parecía cruel. Pues bien, un buen día estando en clase de español llegó una muchacha a repartir los globos... habían un par de rojos, un poco de rosados y... uno negro. Se repartieron todos y el negro quedó para el final. “Pablo Mora” dijo ella... el que faltaba era para mí... una bomba negra para mí. Cuando ví la tarjeta para ver quién me lo mandaba, decía “de sus compañeros de sección”. Me negaba a creer que en serio fueran capaces todos de algo así. Pero tuve que pasar por la humillación de recogerlo en frente de todos. Cuando me senté en el pupitre de nuevo uno de los de mi pandilla me dijo “mae no haga caso, son un montón de idiotas”, aunque él mismo me hacía sentir a mí como un idiota.

En las siguientes semanas empecé a alejarme de todo el mundo. Empecé a deprimirme. Había hecho desde antes muchos esfuerzos por ser aceptado, al punto de adelgazar dejando de desayunar y quedar todo “jalado”, pero nada funcionaba. La tristeza se me notaba porque mis papás se comenzaron a preocupar. Y en todo esto ¿Dios? Ocupado con otros asuntos, gracias. La única figura celestial que sentía medio cercana era la Virgen, tal vez por su figura materna, pero nada más.

Realmente me sentía solo, muy solo. La soledad nunca me ha incomodado y más bien ha solido ser buena compañera para reflexionar, pero ese sentimiento que tenía por esas fechas era soledad mezclada con pésima autoestima, sumada a rechazo social... a sentirme una mierda y menos que eso.

Una mañana recuerdo que llegué al colegio y el mae que era “más cercano” a mí me dio una broma que yo no agradecí y eso me costó un fuerte golpe en el hombro. El dolor del golpe fue nada a la par de la tristeza que me produjo. Fue como sentir que nisiquiera la persona que se decía “mi mejor amigo”, a quien tanto le había explicado materia o estudiado junto a él, me apreciaba, nisiquiera por eso...

Llegó el 15 de agosto, un sábado. Y aquí, gente, es cuando todo empieza. Ese Día de la Madre mi mamá me trató de convencer, sin éxito y hasta el cansancio, de ir a la tradicional fiesta familiar. Una tía llegó después y tampoco lo logró. Yo estaba demasiado triste, demasiado sin esperanza y sin razón de vivir como para hacer la pantomima al frente de toda mi familia de que todo estaba bien. Recuerdo perfectamente estar en el patio de la casa, intentando hacer unos problemas de mate, cuando mis ojos se llenaron de lágrimas. Lloré desconsoladamente sobre el libro. Me sentía mal, como nunca de mal, triste, vacío, en un hueco sin luz ni salida, lejos de cualquier tipo de cariño a pesar de que mi familia se preocupaba, pero eso no me bastaba. Lloraba y lloraba porque en serio me sentía tonto, feo, incapaz de merecer cualquier tipo de reconociento de amor.

Cuando paré un poco de llorar, fui al baño de mis papás a secarme las lágrimas. De camino, en la mesita de noche estaba un cuadro de un “Señor confío en Tí” con un Jesús que siempre ve a los ojos. Yo, al mirarlo, sentí la cólera más grande que nunca sentí... y empecé a insultarlo (luego me daría cuenta que estaba haciendo también la oración más sincera que nunca hice). Le dije cosas “suavecitas” como “Vos sos una mierda, su amor no existe, si realmente existiera yo no estaría así. Usted es un engaño, una falacia, una mentira, usted realmente no existe y su amor tampoco!!! Todo lo que me han dicho siempre sobre usted, su amor y su bondad es pura basura”... en fin, todo lo que mi tristeza y mi ira podían inspirarme. Seguí, me senté sobre la tapa de la taza del inodoro y otra vez volví a llorar amargamente. En ese momento me acordé que sabía perfectamente dónde estaban las pastillas en mi casa. Sí, en ese momento pensé en que lo mejor sería suicidarme y acabar con todo de una vez por todas. Pero “algo” pasó, tal vez el miedo, pero en todo caso Dios, que me desmotivó a ir a buscarlas. Siempre he logrado lo que me propongo con todas mis ganas y si hubiera procedido estoy seguro que hubiera conseguido una buena intoxicación que tal vez me hubiera llevado a la muerte.

Todo lo que recuerdo después es muy oscuro. Al final terminé yendo a la fiesta del Día de la Madre, todo para ir a llorar y para terminar de entristecer más a mi familia, y preocuparla. Pasó ese día...

Esa semana fui oficialmente ateo. Fui al colegio estrictamente a oir las clases y las únicas veces que hablaba era para hacer preguntas a los profesores. Pasaba solo en los recreos, alejados de todos y de todo. No quería saber nada de nadie más. Volvía a mi casa, casi no comía y cuando llegaba me encerraba en el cuarto sin tener tampoco contacto con mis papás o hermanos. Como ven, diagnóstico: depresión severa. Si mal no recuerdo esa misma semana habían exámenes. Ya se imaginarán cómo fui a hacerlos...

Por fin llegó el viernes 21 de agosto... que fue lo más parecido al inicio de mi Triduo Pascual personal y tuvo connotación de Viernes Santo. El día en que nos íbamos para un dichoso retiro que era requisito para confirmarse. ¡Qué remedio! Al menos saldría un rato de aquella realidad tan horrible. Para ese momento mi única esperanza, lo único que le daba sentido a seguir viviendo era la chiquilla que tanto me gustaba de la Confirmación y la esperanza de que, tal vez, podría lograr algo con ella en ese fin de semana. Cuando llegué del cole al bus que nos llevaría al antiguo Colegio Saint Claire (ahora U Católica, en Moravia), le pedí a mi “compa” más cercano de la confirma que se sentara a la par mía pero que cuando la viera “a ella” se fuera. Así lo hizo, solo que “ella” se sentó justo atrás... con otro compañero que tenía como 5 años más que yo y que hasta ese momento me caía bastante mal.

Lo que pasó en el viaje desde La Agonía hasta el lugar del retiro fue lo más parecido a una broma macabra. El chofer se perdió en el camino y la tarde se hizo noche. Y desde los asientos detrás de mí se empezaron a oir risitas y sonidos de besos... sobraba decir que yo me sentía verdaderamente mal, ya sin ganas de nada, solo de llorar y de terminar esto cuanto antes. Al llegar al Saint Claire yo solo quería que se acabara “esa estupidez” llamada retiro y que pudiera devolverme a mi casa, ahora sí, a matarme. Estaba clarísimo que oficialmente mi existencia no tenía razón de ser. Me sentía engañado por mí mismo, humillado por mi propia estupidez y en el fondo de un pozo muy profundo del que ya no iba a poder salir más.

Recuerdo que ese viernes nos recibieron con un montón de globos rojos pegados en las paredes y cada uno tenía una cita bíblica para nosotros y que, redactando estas líneas, me acabo de dar cuenta que perdí... pero decía algo así como que “Yo te tengo en mis manos”. Ni le puse atención, no estaba para “panderetadas” y lo guardé en la bolsa del pantalón. Terminó ese trágico día y vendría EL 22 de agosto.

Era sábado en la mañana. Llamé a mi casa (cosa en teoría prohibida) para hacerle saber a mi mamá cuánto quería salir de ahí. A la pobre aquello por supuesto que la desanimó, porque estaba haciendo mucha oración por mí como para darse cuenta que no estaba funcionando. Por otra parte, no era nada lindo ver a la chiquilla que tanto me había hecho suspirar, para arriba y para abajo con su nuevo amiguito. Y aunque yo trataba de aparentar que estaba bien, pues por dentro iba la procesión.

El retiro (para los que ya han estado en uno) era kerigmático y hecho por la Renovación Carismática, de la cual no sabía nada hasta ese momento. Hay una secuencia temática que sigue, algo así como el pecado, el perdón, la reconciliación, el amor de Dios etc. En la tarde, un padre, para mí un santo, llamado Rodrigo y redentorista de mi parroquia, fue a darnos una charla del perdón, bonita sí, pero para mí hasta ahí. Cuando me dí cuenta, otra de mis compañeras de grupo de Confirmación estaba llorando sobre mi hombro. Alguna cosa para motivarla le habré dicho en ese momento (sí, el diablo vendiendo escapularios) y como que "le llegó". Me abrazó y me agradeció por hacerle entender que ella era más que el problema por el que estaba pasando. Eso me sorprendió porque fue como descubrir que yo todavía servía para algo. En fin... una pausa en la caída.

Y cayó el atardecer de ese 22 de agosto de 1998. Recuerdo que en las charlas solo estaba callado, ni prestando atención a lo que decían quienes estaban encargados de los temas. En ese momento un señor de colochos, flaco y alto, estaba hablando de la reconciliación. Empezó a lo que los carismáticos llaman “hablar en lenguas” (en lo cual personalmente creo aunque también pienso que algunos lo payasean al punto de quitarle su verdadera profundidad). En medio de todo, él nos invitó a que nos diéramos un abrazo de paz, como se hace en las misas. Así lo hicimos mis compañeros y yo, que estábamos sentados en la misma banca. En eso, una compañera tuvo la feliz idea de decir “ey vamos a darle la paz a doña Martha (la catequista)”.

Fuimos, doña Martha estaba atrás del gran salón. Serían como las 6 de la tarde. Para mi sorpresa, las primeras compañeras que daban el abrazo de paz a doña Martha hablaban con ella y lloraban como desconsoladas. Eso me pareció MUY raro aunque supuse que algún problema tendrían y que ella les decía algo para consolarlas....

En fin, llegó mi turno. Y lo que pasó se los cuento tal y como lo recuerdo. Yo nada más dije: "La paz doña Mar..." y no pude terminar. Doña Martha me abrazó y me dijo “Pablito, Dios te ama, a Él no le importa que seas flaco, blanco, con el pelo hecho un desastre, no le importa lo que otros hayan dicho, eres valioso para Él”. Al mismo tiempo que ella me decía todo eso, yo empecé a llorar mucho, tanto como jamás lo había hecho... pero lo raro es que no era un llanto de tristeza, sino de alegría. Y a la vez, sentía como un amor (EL AMOR) que me llenaba el alma. Y en medio de la felicidad incomparable que sentía, de aquél éxtasis, yo no entendía un carajo qué ocurría. Era como si me hubieran dado un shock pero de amor, de cariño, de comprensión, ese abrazo que tanto había buscado. Cuánto tiempo duró aquello, sería mentirles si les digo. Para mí fue como de varios minutos aunque posiblemente solo tardó unos segundos. En ese momento también se me vino a la mente el cuadro del “Señor confío en Tí” con el que me había peleado exactamente una semana atrás... y aún seguía sin comprender.

Cuando por fin solté a doña Martha mi mente solo daba tumbos. Me pregunté a mí mismo cómo era posible que esa señora, esa catequista, que me aburría sábado a sábado, por buena gente que fuera supiera todas esas cosas de mí, conociera todos mis complejos y mi falta de autoestima, cosas que ni mis papás sabían. Y ¿qué era aquél sentimiento de alegría y amor que percibía? No entendía. Y justo en ese momento sentí una voz no física que me dijo en mi alma “Pablo, el que te habló no fue Martha... fui YO”. No les miento, juro que ese YO lo ví en mayúsculas, negrita y subrayado. ¡No podía creer que fuera el mismo Dios el que había hecho todo eso! ¡Dios me había respondido! Y ahí volví a llorar, de nuevo de la alegría. No tuve chance de sentirme indigno No me dejó pedirle perdón por lo dicho. Simplemente me dio su amor.

Fue entonces cuando me hizo entender muchas cosas: por qué la gente lo alababa o lo adoraba, que era por agradecimiento a Su amor. Sacó de mí muchas tonteras que la Nueva Era me había metido en la cabeza (estuve muy interesado en ese tema al empezar mi adolescencia) y en fin, me seguía hablando al corazón, diciéndome lo importante que yo era y que de ahora en adelante todo sería diferente. Todo eso pasaba mientras la charla continuaba, pero yo solo recuerdo estar viendo el piso, sentado en la banca, sin decir nada y todavía lagrimeando. Había tenido un Encuentro Personal con Cristo.

Varias cosas me sorprendieron instantáneamente: primero, que Dios SIEMPRE estuvo ahí. Segundo, que NUNCA me abandonó. Tercero, que Dios está mucho más cerca y dispuesto de lo que uno cree, que es cuestión de llamarlo y Él responde (cosa que desgraciadamente tiendo a olvidar). Además me dejó perplejo lo misericordioso que es, que está ahí, simplemente, esperando para amarnos y perdonarnos sin darnos tiempo.

Cuando pasó ese rato tocó ir a la cena. Había perdido el equilibrio y no podía caminar sin la ayuda de mis compañeros. No tengo motivos para exagerar esto, así ocurrió. Me da risa acordarme de verme enrollar los macarrones. La mano me temblaba. Pero no me importaba, porque una alegría, una felicidad, un amor que no se apagaba había llegado y se quedaría ahí por muchas semanas más.

Lo que terminó de pasar esa noche ya va más en lo anecdótico. Hubo una oración llamada “de sanación” en la que doña Martha (ahora pasada a ser una especie de Mujer Maravilla) decía “El Señor está curando a fulanita de tal de una herida porque su mamá quiso abortarla de bebé” y la chavala que estaba detrás mío rompía a llorar y a gritar. O si no, “Dios está curando de la drogadicción a fulanito de tal” y por allá alguien también sacaba el violín. Esa noche me dí cuenta de las cosas enormes que Dios puede hacer cuando el ser humano le abre el corazón. Y ¿cómo no? Yo era el vivo ejemplo.

Aquella noche fue LA fiesta. Dimos “serenata” a nuestras compañeras, corríamos sin camisa por todo el Saint Claire, nos reíamos y para mí era evidente que yo no era el único que había tenido una experiencia espiritual única. Ya para mí no era problema exhibir mi blancura o flacura... daba igual, Dios me amaba. Y desde entonces, ese pasó a ser mi mejor antídoto para hacerme inmune a las burlas, chotas o críticas.

El domingo fue un día full Espíritu Santo, lo cual además coincidía con el año 98, dedicado a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Recuerdo que la mañana de ese día, de ese 23 de agosto, nos levantaron temprano y nos mandaron a hacer oración en el bosque que tenía el Saint Claire. La mañana de aquél día había comenzado y el sol que había, rodeado de una espesa neblina, me decía que ya mi vida no sería igual, que todo había cambiado, que todo era nuevo. Yo feliz de tener mi nuevo Amigo, el que nunca me iba a fallar ni a dejar.

Ese domingo fue más que bueno, fue excelente. Era mi Pascua personal, con Vigilia de Resurrección incluida. Reí, jugué, gocé, saqué el jugo de las charlas como nunca, me sentía nuevo, diferente, especial. Cantábamos en el bus de vuelta a Alajuela y creo que todos estábamos en la misma sintonía. El “pandereta” que tanto había criticado antes ahora era yo. Y al llegar a mi hermosa Agonía puedo decirles que nunca vi ese templo tan lindo. aunque estoy seguro que solo tenía unos cuantos arreglos florales, pero para mí era como si hubieran gastado una millonada en arreglarla, porque se veía preciosa. Con solo entrar, otra vez las lágrimas de alegría. Después mi mamá me contó que, al verme llorar a la entrada de la misa de recibimiento, ella se asustó mucho porque pensó que el retiro “no había funcionado”. Mi tío, que estaba a la par de ella, le dijo “no se asuste, a ese mae Alguien le pegó un mazazo”. Y así había sido.

Nunca le puse ni le saqué tanto provecho a una misa como a ESA misa. La homilía del padre simplemente era fenomenal y todo, todo para mí tenía un nuevo sentido y razón de ser. Es muy diferente cuando uno va a misa entendiendo en su corazón lo maravilloso que es Dios y el significado tan genial de cada una de sus partes. Sobra decir que al llegar a mi casa le conté todo a mi familia. No sé si me creyeron o no, pero estaban muy contentos de verme de nuevo contento.

Al día siguiente supongo que mis compañeros de sección estaban asustados o extrañados de ver al Pablo que llegaba. Feliz, sonriente, seguro de sí mismo, ya sin importarle lo que pensaran o no. Había una verdad que nadie me iba a arrebatar: Dios me amaba así como yo era, y por otra parte, no necesitaba de la aprobación de nadie más que de Él. Si el que creó el cielo y la tierra me chineaba tanto, ¿por qué me iba a preocupar de lo que los otros creyeran de mí? Solo recuerdo que dos compañeras, que sí estaban en esto, me regalaron una frase de San Pablo que desde entonces tomé como escudo y camino “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí”. Ejemplificaba demasiado bien lo que estaba viviendo.

No les miento cuando digo que aquella alegría en mi corazón me duró como mes y medio. Me levantaba y ahí estaba, me acostaba y ahí seguía. Tan “serio” fue el asunto que tuve que pedirle a Dios que !me dejara en paz” un rato con su alegría porque si no, no iba a poder estudiar para los exámenes de noveno año. Pero eso sí, que volviera luego. Cumplió a medias.

Par de meses después me acordé que no había visto cuál fue el día exacto de mi Encuentro Personal con Cristo. Revisando los papeles que me escribieron mis compañeros de Confirmación me dí cuenta que fue el 22 de agosto. Y cuando quise saber a qué “santo” tenía que agradecerle su intercesión ese día, la respuesta fue tan obvia como sorprendente: el 22 de agosto es día de María Reina. Era obvio que la Madre, a quien tanto había recurrido sintiéndome lejos, había hecho “su trabajo” para acercarme a Jesús, como en las bodas de Canaan.

Y cuando aquella "contentera" pasó, que yo tenía muy claro que iba a pasar, todo lo que quedó en mí fue un “esto no puede quedarse aquí” y comenzó el largo camino de seguir a Cristo, de luchar la batalla y correr la carrera de San Pablo. Aprendí que mis amigos más amigos los haría en la parroquia, porque ellos también vivieron algo parecido a lo que yo viví. Son mis compañeros de batalla, y aunque muchos de ellos no estén ya ahí, estoy seguro que la espina seguirá metida.

Fui catequista al año siguiente, porque me urgía que la gente tuviera la misma oportunidad de conocer el amor de Dios como yo la tuve. Luego, para el año 2000 empecé con la Pastoral Juvenil y viví intensamente mis años de adolescencia y juventud, en una fiesta diferente a la que muchos escogen, pero siendo simplemente feliz.

Para terminar este relato, el más largo que he escrito para mi blog, quiero simplemente hacerles saber un par de cosas: número uno, que me encantaría que la gente supiera que “Dios te ama” es más que una frase pandereta escrita en un bus viejo. Que Él está ahí, solo esperando a que abramos el corazón. Que si nos pasan cosas negativas no es porque a Dios no le importemos, sino porque tienen una razón de ser en medio de nuestra vida. Que el amor de Dios no es una teoría, no es un curso que se pueda llevar y pasar, es una experiencia de un ser vivo, que nos depasa y nos rebasa, y que sin embargo, es mucho más simple de lo que podríamos imaginar.

Es por eso que no creo en la gente que ve al cristianismo como una religión de gente perfecta o correcta, restringida solo aquellos llamados “justos”. Tampoco creo en la exclusión porque tengo claro que Dios no excluye, Él se limita a amarnos a todos por igual, porque todos somos Sus Hijos. No conozco otro Dios que no sea ese, y si no lo conozco es porque no existe otro Dios que no sea el Amor mismo.

Lamento si todo esto les ha parecido muy “cursi”, pero la dualidad Dios = Amor es así. Dicen los filósofos que las verdades absolutas no existen, pero yo les puedo garantizar que el amor de Dios es una verdad que está ahí. Lo podés cuestionar, podés dudar de Él, podés incluso negarlo... que su amor para vos permanece. Es un amor loco, totalmente diferente al amor humano, porque no espera nada, no es egoísta ni busca su propio beneficio, como decia de nuevo mi Tocayo el grande en la primera carta a los Corintios.

Si Dios esperara a que diéramos el primer paso para amarnos estaríamos seriamente perdidos. Dios ama porque, como dice Martín Valverde, le da la gana amar. Y si a todo esto le buscás explicación, pues vas a perder el tiempo, porque tratar de entender el amor de Dios es tratar de entender a Dios mismo, lo cual es humanamente imposible y tal vez lo logremos cuando lo tengamos frente a frente, luego de esta vida física.

Si lo has vivido, me entenderás. Si no lo has vivido pero creés, el simple “secreto” es abrir el corazón. Si no creés en nada pero llegaste hasta aquí leyendo, felicidades, ¡qué aguante! Y da igual, ojalá te haya servido para reflexionar.

Esta es mi fe, una fe que me invita a no quedarme nada más en lo espiritual. Tengo muy claro que Dios quiere justicia aquí en la tierra, que quiere una Iglesia renovada, “pobre para los pobres” como diría el amadísimo papa Francisco. Una Iglesia que predique con el ejemplo y luego con la palabra, que sea misericordiosa, como espejo del Dios que dice servir. La construcción del Reino de Dios es mi tarea y eso pasa por la ardua labor de evangelizar a con un Dios cercano, simple, que escucha y que es capaz de perdonar la peor estupidez que hayamos cometido.


15 años ya desde aquel 22 de agosto y contando. Y aunque el recuerdo se va haciendo más y más viejo, sigue ahí tan vigente como para alimentar mi vida y mis ilusiones. Dios me puso a soñar, me llevó a Francia, me trajo de allá y no tengo muy claro qué pretende hacer con mi vida. Solo sé que estoy en sus manos y que no puedo pensar en un lugar mejor para mí.

Para no perder la costumbre, les dejo la canción que mejor relata cómo es ese momento del EPC. El cantante es Daniel Poli y la pieza se llama "Cuando uno se encuentra con Dios". Qué nombre tan apropiado ¿no?