sábado, 9 de abril de 2005

Una nueva luz en el tercer piso

En Roma, eran las 9:37 de la noche del 2 de abril. Todo el planeta miraba hacia una ventana ubicada en la tercera planta de los aposentos pontificios, en Ciudad del Vaticano. Gran parte de la humanidad sólo esperaba que alguien diera la noticia del fallecimiento de un hombre que, en su momento, hizo temblar ideologías injustas. Ahora, era él quien agonizaba.
Las cámaras de los diferentes medios de comunicación se enfocaban hacia aquél sitio, el mismo donde otrora se enviaban bendiciones al mundo. Los fieles ubicados en la Plaza de San Pedro fijaban su vista en ese mismo lugar con tristeza y resignación. Muchos creyeron que solo habría un método para anunciar el final de una vida brillante: la señal de la muerte de Juan Pablo II sería la oscuridad que reemplazaría a la luz que iluminaba aquel recinto. Nadie contaba con que el sucesor de Pedro nos daría, con su muerte, una última lección.
El mundo entero se equivocó otra vez. El signo del fin de Karol Wojtila no fue una luz menos. Todo lo contrario. Una nueva habitación se iluminó en aquel edificio que custodiaron tantas miradas, y sin embargo, pocas – o ninguna – descubrieron la pista del deceso del Sumo Pontífice. Sin quererlo (¿o queriéndolo?), Juan Pablo II nos invitaba una vez más a descubrir un resplandor muchas veces inadvertido, en lugar de seguir preocupados por el avance de la oscuridad.
El papa polaco nos seguía enseñando con su partida de este mundo. Mismo mundo donde muchos medios masivos se regocijan cuando “descubren” algo nefasto dentro del clero - muy diferente al término “Iglesia” - todo con el fin de elevar ratings, ventas o pautas publicitarias. Se valen de un medio poco digno, ya que generalizan los errores de un mínima parte, perjudicando así la imagen de grandes servidores sociales como los sacerdotes. Algunos medios informativos se esmeran en hacer creer a su público que todo en la Iglesia anda mal, que la totalidad de los curas son pederastas u homosexuales, que la jerarquía se preocupa más por el dinero que por el servicio a los pobres, y que las políticas eclesiales están retrasadas y deben ubicarse en la irresponsable “moda desechable” del Siglo XXI, donde la matanza de un ser humano inocente que crece dentro del vientre de su madre es visto como legal y moral.
Tampoco es mi intención tapar el sol con un dedo. Es evidente que algunas de las críticas que se realizan al presbiterio son justificables. Pero eso no elimina la injusticia de desvanecer con comentarios absurdos la buena obra que grandes personas edificaron con su vida, seres trascendentales a quienes los católicos llamamos santos, que llegaron hasta el extremo de entregarse por los demás. Bien dice Martín Valverde, cantautor católico costarricense: “se hace mucha bulla por un árbol que cae, y nada de bulla por diez mil que crecen”.
Muchos buscan destruir los grandes ejemplos del cristianismo por todos los medios, en lugar de apoyar sus buenas obras. Juan Pablo II puede dar fe de ello, cuando la crítica internacional lo presionaba para abandonar el legado de Pedro, sin darse cuenta de que su misión debía llevarse hasta la muerte, al igual que lo hizo su Maestro. Algunos cometen la infamia de decir que la santidad de la Madre Teresa fue otorgada por los medios informativos más que por su obra y finalmente, otros gesticulan en contra de las políticas sociales de Monseñor Romero, futuro beato centroamericano y maestro de la preocupación por los pobres. ¿Qué se puede pedir? En la naturaleza del cristianismo reside una eterna impotencia de no satisfacer los deseos de todos. Que lo diga Jesucristo.
Pero la lección que nos daba el Sumo Pontífice venía acompañada por una invitación a todos los creyentes. Una invitación a romper con la oscuridad, a iluminar nuestro entorno, a ser luz en la tierra sombría, estímulo que recuerda las propias palabras de Cristo: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a su Padre que está en los cielos” Mateo 5, 16.
Sólo así será imposible ignorar la acción de Dios en nuestras vidas, así como fueron imposibles de ignorar las luces prendidas en forma de cruz en los edificios de Cracovia, en Polonia, la noche siguiente al fallecimiento de Wojtila. Y en especial, una invitación a la juventud, para que tome el ejemplo de un Papa, quien desde el principio de su pontificado, nos solicitó que no tuviéramos miedo de abrir nuestros corazones a Cristo y a su Iglesia. Un pontífice que siempre nos propuso dejar de temer a la cultura de la muerte y lanzarnos de una vez por todas a defender la vida, no solo desde el plano ético, sino también desde el punto de vista espiritual.
Una luz nació pese a la muerte. La resurrección se volvió a presentar nuevamente, no ya en una cueva del Siglo I, sino en un aposento del Siglo XXI. La fe que ya muchos perdieron renace para los creyentes y hasta para quienes no comparten las posturas católicas. Porque a todos nos conviene que Dios siga enviando papas con vocación pacifista y reconciliadora. Porque a todos nos sirve que Pedro siga apacentando a Sus ovejas.